JESÚS, EL CORDERO DE DIOS QUE QUITA EL PECADO DEL MUNDO
Quizá el gran pecado de nuestra vida cristiana sea un pecado de omisión. Hemos sido llamados para ser luz del mundo y no hacemos casi nada, o en algunas ocasiones, nada. Y, sin embargo, es urgente que seamos capaces de recoger ese reto de la luz porque es indiscutible que el hombre ha elegido el camino de la tiniebla, una elección ciertamente palpable y respecto a la cual no se regatean esfuerzos. Frente a esa elección de tiniebla que hacemos con tanta perfección se alza hoy la llamada para ser luz. Si dejamos pasar la ocasión sin una respuesta pronta, caeremos en ese pecado del que hoy habla Juan en el evangelio y que quita el Cordero de Dios, es decir, Jesús; ese pecado que consiste en no hacer, en no comprometerse con Dios y con los hombres, en no arriesgar nada, en no responder diariamente al reto que supone un compromiso diario de vida cristiana.
Pero no hay que olvidar que esa respuesta personal que se traduce en un compromiso constante, es algo difícil, tan difícil que, en alguna ocasión, puede parecer insuperable. Por eso, y pensándolo bien, cobra un significado profundo la frase del evangelio de hoy: para recorrer el camino que se abre ante la vocación personal cristiana, es necesario estar bien alimentado y sentirse acompañado en el camino. Todo eso lo tenemos los cristianos: cada reunión dominical es una ocasión para recibir un espléndido alimento; cada domingo resuenan en nuestros oídos las palabras del evangelio de hoy sin que le demos la menor importancia, sin que seamos conscientes de que ese Cordero de Dios, sinceramente recibido, es el alimento que puede convertir la debilidad en fortaleza, la indecisión en resolución y el conformismo en inquietud, en sana inquietud. Cada domingo también deberíamos recibir la fuerza y el ánimo que supone una reunión de comunidad en la que los hombres y las mujeres que la integran están dispuestos a aceptar los mismos compromisos y a tender sus manos para ayudar a cada uno de los integrantes.
Generalmente, para que esta realidad que apuntamos se dé, es necesario (habrá que repetirlo una vez más) cristianos vivos, con una actitud que va más allá de los actos concretos de hacer o no hacer para conseguir un estilo en el que todo cuanto se haga o deje de hacer sea un reflejo del estilo cristiano. Si conseguimos estos cristianos vivos tendremos comunidades vivas en lugar de grupos amorfos que van "a misa" solo porque está mandado y apenas sienten nada en su interior cuando dicen en ellas: "He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo...".